Podía reconocer el dolor porque estaba acostumbrado a él, pero no podría terminar de entender por qué dolía tan distinto. Aquellas lastimaduras no eran las que le dejaba el cilicio de Minerva o sus múltiples técnicas para llevar a Reverie al límite; tampoco eran los cortecitos que algunas veces él mismo efectuaba sobre su piel para tomar algo de su sangre y utilizarla en algunos hechizos. Esto era distinto porque incluso más doloroso que lo que conocía y distinto porque nadie lo había preparado, ni siquiera él mismo, para sentirlo.

Allí estaban otra vez...

Cuando recobró la consciencia, Reverie no pudo saber al instante lo que sucedía pero sí sintió el terror que le provocaron las cadenas en sus muñecas, con las manos atadas a la espalda; tenía sogas también en los tobillos y alrededor del torso, pero nada que amordazara su boca o sus ojos. Tanto él como quien estuviese a detrás estaban atados con grilletes malditos, porque el hechizo que en varios intentos pronunció el nigromante para reducir su propio dolor no surtió ningún efecto: esto explicaba por qué a sus captores no les interesó ponerles nada que les impidiera hablar. Por la vista tampoco se preocuparon: la habitación completamente a oscuras era más que suficiente. De seguro el lugar tenía un hechizo, o varios de éstos, que provocaban que del lado de afuera no pudiera sospecharse ni de cerca lo que estaba pasando. No... De seguro estaban en el mismo lugar donde una vez habían encontrado aquellos dos cuerpos. Toda esa información quizá Reverie no pudo deducirla de inmediato tampoco, mas un pensamiento lúcido cruzó entonces en su mente pudiendo entender quién estaba junto a él en esa situación:

—Phoenix... Phoenix, despierta... —No podía verlo, incluso tampoco sentirlo como tal. Solo podía percibir lo que sus sentidos más humanos le decían: que era obvio que se meterían de nuevo con ellos, porque no solamente habían logrado atraparlos una vez, sino que se habían expuesto a sus aparentes enemigos no-declarados al empezar a investigar sus asuntos.