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Wyatt E. Ashkorecazador
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Wyatt E. Ashkore
Still.


No había dejado ninguna nota... Wyatt Ashkore nunca lo hacía. Simplemente había reunido todas sus cosas en su vieja bolsa de viaje —principalmente cargada de armas y munición—, había llenado el depósito de su vieja moto y había abandonado la caravana donde pasaba las noches de forma silenciosa. Una pequeña herencia para su hijo, y sus sobrinas... junto a un montón de botellas de alcohol.

La mayoría, vacías.

Tras una pequeña parada antes de comenzar un largo viaje, el cazador descansaba apoyado sobre el cartel de Mystic Falls. Bebía de una botella de whisky que estaba a punto de conocer su final. Bebía, y recordaba.

Recordaba su primer día en aquel pueblo de mala muerte, su reencuentro con su sobrina preferida y la pelea de bar que había protagonizado junto a su insufrible hermano mayor, John. Recordaba a Gin, con quien se había sentido muy afín porque ambos eran ovejas negras, y a su sobrina descarada y alegre, Grace. A su hijo Ryker, que se había convertido en una alegría amarga y un orgullo para él; y a su compañera, Neith, aquella que tantas veces lo había llamado anciano.  A Albert, el niño asustadizo que había demostrado un gran valor en un momento desesperado. A Jo, aquella joven malhablada que había conocido en un bar y que le resultaba tan familiar. A Rose, pero no su rostro vampírico, sino aquel joven del que él se había enamorado. Y a su hija... Recordó la vida que podían haber tenido, que se había imaginado tantas veces en su cabeza, y que nunca tendrían.

Recordó, y sus ojos azules y cansados se iluminaron un poco antes de apagarse.

Porque esa luz murió con un último trago, que volvió borrosos los recuerdos; aunque no fueran a desaparecer, era un consuelo acallarlos por unos instantes.

Wyatt lanzó la botella contra el cartel y esta se rompió en añicos, dejando una pequeña marca. Escupió al suelo que pertenecía a Mystic Falls y maldijo mil veces a aquel maldito pueblo de Virginia. Lo maldijo por todas las desgracias que había traído a su ya desvencijada vida, pero sobre todo por las pequeñas alegrías, los buenos momentos y las sorpresas que lo convertían en un maldito viejo sensible. Y por toda la gente que dejaba atrás.

Pero así era el Ashkore: huía cuando el mundo se le hacía demasiado grande y pesado, cuando las emociones eran tan oscuras y profundas que ni siquiera el whisky le ayudaba a tolerarlas. Huía porque, en el fondo, siempre sería un cobarde.

Y un cazador.

Tras colocarse la ballesta a la espalda, se subió a la moto. La encendió, y aceleró tanto que las ruedas chirriaron contra el asfalto. Su figura no tardó en perderse por el horizonte de aquella carretera, y su único compañero de viaje fue el atardecer.
20/08 • 20:30 pm



BEING AN ASHKORE MEANS YOU NEVER TRULY DIE

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