—¿Qué has dicho? —la voz de Miklos suena sorprendida, aunque calmada. Eso no es bueno, no, no, no. No es bueno. Miklos no es tan tranquilo, es todo lo contrario la mayor parte del tiempo. Precavido con su trabajo sí, mas no calmado. Puro nervio, escozor. Y más aún si se trata de un tema tan importante como aquel.

Más aún si se trata de un tema tan importante como lo es Anna Darvolya, líder del clan al que él pertenece y desaparecida, si su memoria no le juega una mala pasada, desde hace por lo menos un año.

—¿Y quién coño es esta gente? —muchos nombres, muchas caras, ninguna de ellas amigable y, por lo que está leyendo, posiblemente no sean muy... ¿Cómo decirlo? Simpáticos con los vampiros. Tiene pinta de que son todo lo contrario—. Chaval, ven. Ven aquí —llama a su informante haciendo un gesto con los papeles y la carpeta marrón en la que estaba metido el archivo segundos atrás—. Toma, para ti. Para que te compres lo que te dé la gana. Ahora lárgate.

Después de darle dinero, Miklos vuelve a observar el archivo. Se da cuenta de que es posible que exista un punto débil. Uno que tiene nombre y apellido; un punto débil al que también puede ponerle cara. Y lo que es mejor todavía: ese mismo punto débil tiene un comprador. ¡Ding, ding, ding! Seguro que le va a interesar.

Miklos sonríe a solas en el cementerio, con los muertos como testigo de que su plan se ha puesto en marcha, y éste no ha hecho más que empezar.