Muerta en vida.

Jamás imagino que, recuperando a su familia, perdería a uno de sus miembros. Al más importante de todos, quizá. No entiende cómo es posible que lleven más de nueve años sin verse y, sin embargo, ahora que sabe que ha muerto, es cuando de verdad cree que la ha perdido. Los humanos somos así: siempre nos creemos que tendremos segundas oportunidades.

Pero a menudo, no las tenemos.
Gwen y Gin jamás volverán a verse.
Ni siquiera pudo despedirse.

Han sido unos días oscuros: los más duros que recuerda, de los últimos diez años. Pero sabe lo que tiene que hacer. Nació en una familia que la condujo a una misión muy concreta, y ahora más que nunca, debe centrarse en ella. Por eso está hoy aquí.

Lleva toda la tarde siguiendo el rastro de un hombre lobo. No le importa quién es, cómo se llama, ni tan siquiera cómo ha acabado aquí. Está armada hasta las cejas, y preparada para hacer lo que se tiene que hacer. Lo único que, en realidad, ya le queda. Él está a punto de dar la vuelta por la esquina, al final de la calle. No puede darle opción a defenderse. Y no lo hará. Gin ya no va a mirar por nada... ni por nadie.

Es demasiado tarde.

Estaba destrozado. Perdido, sin ella; roto y sin saber qué era lo que debía hacer ahora.

Los primeros días habían sido como una horrible pesadilla. Tenía la sensación de que en cualquier momento iba a despertarse y que, como una mañana más, se la encontraría a su lado en la cama. Ella le diría que sólo se trataba de un mal sueño, que todo estaba bien, que ella estaba bien. Pero, a medida que pasaban los días, su muerte se iba haciendo más real. Dolorosamente real. Ahora despertarse era la parte más dura del día porque, cuando lo hacía, la cama estaba fría y vacía; su ropa aún desordenada en el armario, su recuerdo intacto en cada maldito rincón de aquella casa.

Por eso, Aron huía de allí siempre que podía. Huía y, simplemente, caminaba. Caminaba por las calles, o por el bosque. Caminaba porque eso siempre le había relajado y porque, como un iluso, esperaba encontrársela en su camino. Encontrársela, o lograr que su mente la olvidara aunque fuera tan solo por unos minutos. Porque su recuerdo dolía y nunca lo abandonaba; tampoco lo hacían la culpa, la frustración, la rabia.

No sabía cuánto tiempo llevaba dando vueltas sin un rumbo concreto, sólo que había terminado frente a una cafetería a la que solía ir con Gwen porque a ambos les gustaba el café que servían. Sintió que una lágrima se escapaba para deslizarse por su mejilla y volvió a sentir rabia. Seguro que Gwen se reiría de él al verlo así, seguro que también le pediría que fuera fuerte. Porque no lo estaba siendo.

Volvió a emprender su camino, doblando la esquina sin apartar la mirada del suelo. Estaba tan sumergido en sus pensamientos que casi se chocó con una mujer. Al alzar el rostro para pedirle disculpas se quedó paralizado. No, no podía ser.

—¿Gwen? —preguntó con un hilo de voz. No sabía si su propia mente le estaba jugando una mala pasada, ya que últimamente apenas dormía. No podía ser ella...

No podía serlo porque estaba muerta.

Lo que no sabía Aron era que su mente no le estaba jugando una mala pasada; no eran alucinaciones, y aquella mujer tenía de todo menos buenas intenciones.

Gin jamás duda. La cazadora es decidida, y jamás se detiene hasta haber atrapado a su presa. Dudar a veces puede suponer la diferencia entre la vida y la muerte. Tienes que estar preparado para aquello que venga; para el juego sucio; para la artimaña más retorcida, jamás imaginable.

Pero, por primera vez, Gin duda.

¿Gwen?

Si antes estaba preparada para una caza de forma indiferente, ahora está furiosa. No permitiría que nadie utilizara a su difunta hermana contra ella. Gwen abandonó este mundo sin que siquiera pudieran despedirse, y ahora no permitirá que mancillen su nombre en vano. La cazadora espera a que su víctima se acerque a ella lo suficiente...

...Y entonces, le atraviesa el estómago con una estaca bañada en acónito. La madera no será letal para él. Pero el acónito hará el trabajo sucio por ella. —No te atrevas —susurra, con expresión amenazante y cruel—, a hablarme de ella. —Nadie merece tener en la boca a su querida hermana.

Esa no era Gwen, pero tampoco era una ilusión creada por su propia mente para torturarlo. Le costó darse cuenta de qué era lo que realmente sucedía y, cuando lo hizo, ni siquiera tuvo tiempo para procesarlo. Sus ojos se abrieron de par en par y un grito de dolor salió de sus labios al notar como aquella estaca atravesaba su estómago. Sintió el acónito, quemando sus entrañas, debilitándolo y haciéndole caer de rodillas al suelo.

—Tú no eres ella —masculló. Desearía que lo fuera, daría cualquier cosa por volver a verla, con vida, por hacer que el tiempo retrocediera para llegar a tiempo y salvarla. Pero no podía. Y ya no tenía ganas de luchar, no sin ella—. Eres su hermana —o quizá era Silas, una vez más, en un último intento por recuperar la cura.

Con esfuerzo, se arrancó la estaca y la lanzó al suelo, pero el daño ya estaba hecho. El acónito recorría ahora su corriente sanguíneo, debilitándolo, y haciendo que perdiera sangre por aquella herida que tardaría más de lo normal en cerrarse. —Si has venido a matarme, vamos, adelante —agregó, notando que la vista comenzaba a nublársele.

¿Qué sentido tenía luchar, cuando todo había sido culpa suya? Aron había prometido que la cuidaría, que nunca la dejaría sola.

No lo había hecho.

Y ahora Gwen estaba muerta.

«Tú no eres ella.»

—Y qué te ha iluminado, genio —replica, casi con crueldad. Todavía sin soltar la estaca, Gin comienza a retorcerla dentro del estómago de su víctima, congratulándose ante su expresión de dolor—. Oh, cierto —prosigue, como si se acabara de acordar—. Gwen está muerta.

Pertenecer a este mundo, la ha matado. Y, porque no permitirá que su propia hermana haya muerto en vano, no parará hasta acabar con cada criatura, ser mitológico o ente con colmillos, que se cruce en su camino.

El lobo se desprende de aquella estaca, y aquella es toda la resistencia que opone. Por alguna razón, su interlocutor parece dispuesto a morir. ¿Por qué? No lo sabe, y no le importa. Si aquel licántropo está deseando morir, Gin cumplirá gustosamente con aquellos deseos... Aunque antes, tiene que hacer algo por ella.

—De hecho, me eres más útil vivo que muerto —replica, acercándose a él. No puede confiarse, pues quizá aquella sólo sea una estrategia por parte de su interlocutor—. Pero tranquilo. Ninguno sobrevivís más de dos semanas. —Y acto seguido, rápidamente, Gin extrae una jeringuilla del bolsillo para inyectársela al lobo directamente en el cuello. Se trata de un potente somnífero con base de acónito, que sumirá al lobo en un inmediato sueño profundo durante el tiempo suficiente para que sea trasladado a la Armería.

Gin se lleva la mano al oído izquierdo, donde activa el dispositivo de intercomunicación. —Traedme un furgón a la salida de Mystic Falls. Tengo a un licántropo.

No había escapatoria y Aron lo sabía, aunque tampoco es que hubiese luchado por evitarlo. Estaba demasiado hundido en aquel pozo de culpa y tristeza como para ofrecer resistencia ante un destino que le parecía justo. Quizá Gin estaba allí, precisamente, para vengarse de él por no haber salvado a su hermana.

—Lo está. Y es mi culpa, no llegué a tiempo... —admitió, creyendo que aquella mujer sabía quién era cuando, en realidad, no era así. Podía ver la ira llameante, danzando en los ojos azules; unos ojos azules demasiado parecidos a aquellos que, no hace mucho, los miraban con amor y cariño. Y que, hacía apenas unos días, se habían apagado mientras su dueña daba su último aliento en sus brazos.

—¿Útil... para qué? —aquello lo descolocó un poco aunque, en aquel instante, no le importaba demasiado. Habría dado lo que fuera por tener al menos un respiro, por poder dejar de sentirse culpable, por no sentir nada en absoluto. Porque todo lo que sentía ahora lo estaba destrozando. Estaba tan débil, derrotado, que —aún sabiendo las intenciones de aquella mujer— apenas se movió del sitio.

Un pequeño pinchazo en el cuello y sus ojos se cerraron, al mismo tiempo que su cuerpo se desplomó en la acera. Antes de caer inconsciente escuchó su voz, lejana, aunque no pudo distinguir qué era lo que decía.