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Jéan Paul C. Levesquefantasma
Jéan Paul C. Levesque
épilogue, part ii
Cuando las historias, relatos y testimonios describían aquel lugar creado por Theodore Bergerac como un bastión o fortín, lo menos que te esperas es que se trate de un espacio totalmente oscuro —algo propio del Otro Lado—, desenvuelto en una red de infinitos pasillos que conforman un auténtico laberinto.

Poco narraban las historias descubiertas por Richard, sobre cómo actuar o hacia dónde dirigirse en aquel lugar —quizá porque Jéan Paul es el primer sujeto que se adentra en aquel lugar en los últimos siglos. Así pues, el nigromante opta por seguir su instinto. Un terrible escalofrío recorre su espina dorsal, quizá como su último resquicio de juicio, pero Jéan Paul lo desatiende en el acto. Nada ni nadie podrá detenerlo.

Ni siquiera, aquel terrible presentimiento.

Deslizándose por el lugar, sigiloso y veloz, como una sombra, Jéan Paul se embarca en aquella búsqueda, una que se prolonga durante varios minutos... o varias horas. El tiempo y el espacio carecen de razón de ser en el Otro Lado, y aunque el francés es consciente de que está invirtiendo allí mucha energía y recursos —más de los que deberían haber sido necesarios—, no se detiene. Incansable y sediento del poder que cree, le corresponde por derecho, no se conforma con volver con las manos vacías.

Y al final, todo esfuerzo tiene su recompensa.

Allí está. Antaño debió brillar en un intenso color plateado, pero por alguna razón, la Mano de Bergerac se halla maltratada por el tiempo. Expuesta en lo que parece un altar, mucho más iluminado que el resto del bastión, pareciera colocada allí, a la espera de ser recuperada por su legítimo portador. Una triunfal sonrisa surca los labios de Jéan Paul quien, avanzando a pasos agigantados, se adelanta hasta tomar la reliquia...

...Sin embargo, antes de que pueda llegar a rozarla con la punta de los dedos, una mano huesuda y amenazadora se deja ver de entre las sombras, agarrando con violencia la muñeca de Jéan Paul. El nigromante, sobresaltado, deja escapar un grito ahogado, comprendiendo por primera vez lo que aquel lugar ha sido todo este tiempo.

No es un baúl de los recuerdos, ni un fortín desde el que proteger el poderoso objeto; ni tan siquiera es un bastión hechizado.

Es una prisión.

Dejándose llevar por la adrenalina, Jéan Paul consigue zafarse de su enemigo y echar a correr, sin rumbo fijo, a la espera de que Richard y Lucien le devuelvan a la vida. —¡Lucien! ¡Richard! ¡LUCIEN! —Clama repetidas veces, pero desde aquel lugar no puede obtener respuesta... ni lo haría. Con el corazón helado, por primera vez, se percata del gran error que ha cometido confiando en que sus hijos no repararían en la gran laguna del plan.

Las pulseras de la obediencia son las armas más eficaces que existen para someter a cualquier sobrenatural, ya sea brujo, vampiro o licántropo. Pero su magia no es infinita: se encuentra ligada a su dueño y portador. Muerto el portador, el hechizo de las mismas termina.

Jéan Paul era el portador. Y está muerto.
Y entonces, se enfrenta a la oscura realidad: sus hijos no le devolverían a la vida. Le han traicionado.

La única manera de volver desde el Otro Lado, será utilizar la Mano... pero Jéan Paul no creyó necesario revisar los textos para aprender a utilizarla, no mientras Richard y Lucien pudieran encargarse de su parte, una que no han llevado a cabo: resucitarlo. Aterrado y arrinconado, Jéan Paul clava la mirada en la propia Muerte, consciente de que, si antaño no encontró su final, quizá hoy lo haría.

Uno que se ganó a base de su ambición desmedida.

No... —Intenta oponer resistencia, pero es inútil: aquel lugar le pertenece a él, y a nadie más. Sometiendo a Jéan Paul a su magia y voluntad, el nigromante pierde poco a poco la respiración, cayendo de rodillas sobre el frío suelo y dejando caer la poderosa reliquia, una que su gran enemigo no duda en tomar del suelo.— Tú... —Jéan Paul no tiene tiempo de pronunciar su nombre.

Se ha ido.

Y ahora, él se ha quedado allí: atrapado.
30 septiembre • 20 pm • Autoconclusivo


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