Berlín se despertó animado aquel día. Como cada 31 de octubre, los más jóvenes —y no tan jóvenes— se preparaban para disfrutar de una de las veladas más terroríficas del año: la noche de Halloween. No obstante, en la casa de los Furtwängler, el día 31 de octubre era una fecha aún más especial. Y para Agnes, una excusa perfecta.

A pesar de ser su cumpleaños, Annie no podría eludir sus responsabilidades académicas en la asignatura que su madre le impartía: brujería. En la vida real —aquella en la que acechan los peligros más oscuros—, poco importan los eventos especiales. Siempre fue consciente de cuán rígida era en sus enseñanzas y entrenamientos con la joven Furtwängler, pero pocas excusas le servían a Agnes a la hora de tratar aquel tema. La magia era el único instrumento del que podían servirse para protegerse. Para estar a salvo.
— ¿Annie? —se oyó oír a Agnes desde la sala de estar—. Son ya las 8, Annie —volvió a decir, alzando la voz. Agnes se levantó del sofá y cruzó ambas manos por delante del cuerpo. Dio un respingo, pacientemente, y decidió esperar unos segundos. La impuntualidad le irritaba sobremanera. No se habría quedado dormida, ¿verdad?

Y es que aquel día, Annie no recibiría solamente su lección.
Claro que ella, todavía no lo sabía.

Estaba muy emocionada porque era mi cumpleaños. Me encantaba celebrarlo disfrazada, aunque mi madre siempre pusiese mala cara cuando le pedía salir con mis amigos a pedir golosinas, algo que seguíamos haciendo a pesar de que ya no éramos niños. Lo que más le llegó a molestar a mamá fue aquella vez que me hice un disfraz de bruja precioso porque pensó que me burlaba de nuestro linaje cuando realmente lo que quería era lucir orgullosa mi herencia. Aun así esa noche me dejó salir.

En ese momento estaba terminando de arreglar mi disfraz para enseñárselo a primera hora de la mañana. Me había despertado temprano para vestirme y peinarme antes de darle los últimos retoques al disfraz, pero al escuchar a mi madre me di cuenta de que se me había pasado el tiempo de largo. Me puse algo nerviosa porque sabía que no le gustaba que fuese impuntual y me levanté rápidamente de la cama con mi disfraz bajo el brazo, en esa ocasión iría de vampiro.

—¡Perdón, mamá! Estaba terminando de arreglar mi disfraz para esta noche y se me pasó el tiempo… —dijo esperando que la disculpase.

Agnes frunció el ceño.
— Ya sabes lo que pienso sobre estas cosas —comentó, sin añadir más detalles. A Agnes no le gustaba la noche de Halloween. No le gustaba que Annie se expusiera a los peligros del mundo exterior, en general. Y aún menos, a los que aguardan en la noche. La joven Furtwänger gozaba de un gran potencial, pero... Aún era tan, tan joven... Y tan ingenua.

No obstante, en la expresión de la mujer se denotaba que pretendía dejar zanjado allí el tema. A pesar de todo, no se le olvidaba el día que era. Ninguna de las dos deseaban discutir en el día de su cumpleaños, y Agnes sabía que no importaba cuán insistente se mostrara: Annie conseguiría salirse con la suya, o Agnes cedería de alguna manera, y ella saldría a disfrutar de aquella noche junto a sus amigos.

Señaló con la cabeza la cómoda, donde reposaba uno de sus principales instrumentos para sus clases: el grimorio familiar—. Revisa la página 387, querida —indicó—; es de lo que hoy vamos a tratar. —Naturalmente, era imposible memorizar cada una de las páginas del denso grimorio familiar, pero Agnes había revisado la página exacta con anterioridad.

"Amuletos y joyas mágicas".

En ese momento abrí la boca para contestarle, pero por su cara decidí callarme. Igualmente sabía que al final me dejaría ir, siempre lo hacía, por eso la quería tanto. No porque me dejase hacer lo que me diese la gana —pues tampoco era así—, sino porque mi madre era un hueso duro, pero no imposible de roer. Ella me quería, yo podía notarlo. Aunque fuese tan dura conmigo cuando se trataba de aprender magia sabía que lo hacía por mi bien, para que aprendiese… aunque su método quizá no estaba siendo el mejor para mi aprendizaje.

Así que sonreí y dejé mi disfraz sobre el sillón que estaba frente a ella para que lo viera mientras obedecía.

—¡Voy! —exclamé mientras iba a por nuestro grimorio, que estaba en un cajón de la repisa del salón. Lo cogí y me fui a sentar a su lado, una vez allí abrí el libro y busqué rápidamente la página. No se me había olvidado que no me había felicitado por mi cumpleaños, pero ya estaba acostumbrada a ello, así que traté de no darle demasiada importancia.

— Creo —comenzó Agnes a recordar—, que ya hemos hablado alguna vez de encantamientos sobre objetos. Es un hechizo relativamente sencillo, aunque siempre debes elegir muy bien qué objetos hechizar y cuándo hacerlo. La magia siempre deja un rastro —Un rastro fácil de seguir, si sabes cómo. Ocultar una estela de poder siempre puede complicarse más que descubrirla.

— ¿Recuerdas alguno en particular? —indujo Agnes. No era una mera pregunta; era una forma de mantener los conocimientos frescos. Los conceptos aprendidos de poco servían si Annie no era capaz de recordarlos sin demasiadas gimnasias mentales.— ¿Qué objeto podría encantar una bruja y con qué razón, Annie?

Asentí con la cabeza, lo recordaba, aunque vagamente… Recordaba haber estudiado a fondo ese tema y después de “recitárselo” a mi madre… se me había olvidado. Me frustraba aún más y cuando intentaba recordarlo, no era capaz. Aunque sí recordaba perfectamente lo de que la magia siempre deja un rastro.

—Pero entonces la solución sería no hacer magia… ¿no? O al menos, no hacerla durante un tiempo —comenté como una pregunta y cuando ella me preguntó a mí hice un sonido de estar pensativa y desvié la mirada al techo mientras mis dedos repiqueteaban sobre la hoja del grimorio, que estaba en mi regazo—. ¿Algo que lleve siempre encima para protegerse de otras brujas?

Alzó mordazmente una ceja. Annie había aprendido a escaparse por los recovecos de la conversación cuando alguna de sus lecciones se le escapaba; pero la muchacha no podía engañar a su madre. No obstante, no quería ser dura con ella aquel día. No más de lo estrictamente necesario. — Para el lunes, quiero que lo tengas repasado —por supuesto, no era una sugerencia.

— Las brujas velamos por el orden, Annie —comenzó entonces en su explicación, ayudando a su hija a refrescarse rápidamente la memoria—. Aquellas afortunadas que puedan recibir una educación adecuada desde su juventud, como tú —remarcó—, habrán aprendido también nuestra prioridad: el orden natural. —esperó unos segundos, en pos de que Annie asimilase una información ya aprendida. Aquella era, sin lugar a dudas, la máxima entre las brujas Furtwängler, y uno de los primeros valores que le inculcó a su primogénita—. Desgraciadamente —suspiró—, muchas y muchos de nuestros compañeros y compañeros se han dejado manipular en más de una ocasión para favorecer la balanza hacia un lado o hacia el otro. Algunos fueron coaccionados para ello; otros recibieron promesas a cambio que, a buen seguro, no se cumplirían. —contuvo el aliento. Cada vez que Agnes se embarcaba en una lección histórica, adoptaba cierta expresión solemne, llena de misticismo. La historia acerca del mundo sobrenatural estaba plagada de mitos y leyendas, y muchas veces, era difícil discernir entre lo real y lo imaginario. En experiencia de la señora Furtwänger, la realidad tiende a superar a la ficción. Pero mientras Annie siguiera creyendo que había más de mito y leyendas en aquel grimorio, más a salvo se encontraría.

— [color=teal]El lunes me contarás lo que sabes sobre esas joyas/color] —y añadió—, ¡Ah! Y sobre el acónito y la verbena, por supuesto. Son plantas particulares. Te conviene saber sobre ellas. —Zanjó simplemente, sin aportar más detalles.

La mujer se puso en pie para plantarse justo frente a su hija. Le hizo un gesto con la diestra para señalarle que se levantara. — Pero hoy no hablaremos de eso. —Llegó el momento. Agnes extrajo de su bolsillo un collar muy especial, colocando el colgante en la palma de su mano, para que Annie pudiera verlo mejor.

— ¿Sabes lo que es? —inquirió.

Asentí con la cabeza nuevamente antes de hacerlo de forma verbal.

—Lo haré, mamá, no te preocupes… —dije sonriendo con cierto nerviosismo, ¿y si no conseguía aprendérmelo? ¿y si fallaba? ¿y si me lo aprendía y en el momento en cuestión me quedaba en blanco? Entendía que mi madre se preocupase por mi educación, pero ¿y qué más daba si al final no aprendía…? A mí me gustaba lo que me enseñaba, pero a veces me sentía tan saturada que deseaba tirarlo todo por la ventana y no volver a tocarlo nunca más.

En ese momento estaba bien, porque además me sentía feliz por el día que era. Y tras la historia que me contó mi madre —a la que presté mucha atención, como siempre—, empecé a pensar que al final sí que se acordaba de que era mi cumpleaños, porque había hecho la clase del día muy corta, mucho más de lo normal. Volví a asentir con la cabeza y estuve a punto de decirle que eso ya me lo sabía y podía decírselo, pero dijo que no hablaríamos de eso, así que no me atreví a decir nada.

Entonces sacó algo de su bolsillo, un collar, y cuando lo puso en su mano vi que se trataba de un colgante precioso que casi parecía que vibraba. Una sonrisa de emoción se dibujó en mi rostro.

—¡Un talismán!

Agnes sonrió ampliamente. Aquella era una de las grandes habilidades secretas de Anneliese: su facilidad para hacerla sonreír. Para contagiarle su sonrisa. Hoy radiaba de una forma especial, probablemente por ser el día de su cumpleaños. — Es una reliquia familiar —le explicó entonces—. La tuvo tu abuela antes de mí, y su madre antes que ella. Cada bruja en nuestra familia ha hecho sabio uso de ella, cediendo en cada generación una parte de su energía. Tu abuela cargó con su magia esta joya, como también lo hizo su abuela, y la abuela de su abuela. Hoy, una parte de mí está también dentro de ella. Y hoy —anunció con orgullo—, te pertenece a ti.— y añadió:— Feliz cumpleaños, Annie.

Hizo una señal a su hija, para que diera media vuelta y pudiera ajustarle el colgante.

— Este colgante nos ha protegido de generación en generación, canalizando la magia de cada bruja Furtwängler que lo ha poseído —le explicó, mientras retiraba el cabello de Annie para hacer pasar la cadena alrededor de su cuello—. Es muy importante que siempre lo lleves puesto. Con él, estarás a salvo de todo mal.

Abrí la boca de la sorpresa al escuchar la explicación de mi madre. ¡Una reliquia familiar! Aquella, junto con el grimorio, se acababa de convertir en mi posesión más preciada e importante. Para mí eran especiales el linaje mágico y los lazos familiares, así que recibir un regalo como ese era lo mejor que podía sucederme. Cuando, tras contarme la historia del talismán, me dijo que era para mí y me felicitó, la emoción que me recorrió fue indescriptible.

Casi me reí por aquella sensación y estuve a punto de lanzarme a abrazarla, pero ella me hizo un gesto para que me diese la vuelta y yo lo hice. La ayudé con mi pelo para que no me molestara mientras me lo ponía y después volví a girarme hacia ella y agarré el objeto para verlo mejor, casi absorta, pero escuchando todo lo que ella me decía.

—Lo haré, mamá, ¡gracias! —exclamé y finalmente me abracé a ella con fuerza, aunque ella no fuese muy dada a esas muestras de cariño, yo sí que lo era— Te quiero mucho, mami.

A pesar de la implacable energía y emoción que Annie desbordaba por cada poro de su piel, Agnes no se dejó llevar. — Es algo muy serio, Anneliese; no es ningún juego —aunque acababa de cumplir quince años y seguía siendo una niña, no dudaba ni por un segundo que fuera capaz de comprender cuán valiosa era esa joya para su familia. Pero Agnes necesitaba insistir. Necesitaba hacerle comprender terminantemente cuán importante era que jamás se deshiciese de aquel colgante—. Tienes que prometerme que no te lo vas a quitar nunca —era difícil expresarle la gravedad de la situación sin entrar en detalles.

Hacía mucho tiempo que Agnes había tomado la decisión de no revelarle a su hija qué había de cierto en todos aquellos mitos e historias que plagaban el grimorio familiar. Pero era lo mejor. Viviendo a la sombra del mundo sobrenatural, podría retener su curiosidad y exponerse innecesariamente a semejantes peligros—. Por favor. Prométemelo —necesitaba oírselo decir. Necesitaba saber que estaría a salvo.

Me separé de ella cuando me dijo aquello y volví a asentir, algo cortada, pues que me hubiese emocionado no significaba que no me lo tomaría en serio… sólo estaba feliz porque mi madre me había felicitado y dado un regalo de cumpleaños. Suspiré levemente y luego escuché su petición.

No entendía por qué estaba tan obsesionada con eso. La verdad es que últimamente la había notado más sobreprotectora conmigo que de costumbre, pero no entendía por qué y no me atrevía tampoco a preguntarle porque a veces, cuando no quería contarme las cosas reaccionaba de mala manera.

—Está bien, mamá. No te preocupes, te prometo que no me lo quitaré nunca, ¡ni siquiera para ducharme! Ni cuando vaya a nadar.