Había perdido la cuenta del tiempo que llevaba allí, encerrado, en su particular purgatorio. Nunca se había parado que, al morir, se enfrentaría a los fantasmas de todos sus crímenes. ¿Por qué? Simple. Porque nunca se había planteado que podía morir. Ahora debía vivir con el peso de su arrogancia, con la impotencia que suponía estar fuera del tablero de la forma más definitiva, saciando su ira, su sed de venganza y su miedo con su larga lista de víctimas.

Que siempre terminaban encontrándolo.

—¿Tú otra vez? —agarró del cuello a uno de sus fantasmas, clavando sus garras en este de forma intencionada— He perdido la cuenta de las veces que te he matado —una sonrisa sádica, teñida de carmesí, adornó su pálido rostro. Recordaba aquella historia en particular, aunque al principio le había costado hacerlo. Aquel lobo se llama Fred, era escocés. Se había ensañado con él y su familia después de que este invadiera las tierras que pertenecían a su familia por error en el siglo XV.

—Pero nunca me cansaré de hacerlo —sus uñas y sus dedos se calvaron aún más en la garganta ajena, hasta arrancarle la cabeza de cuajo. Dicha parte del cuerpo de licántropo, rodó hasta chocar con las raíces de un árbol. El original observó la escena con indiferencia y se dio la vuelta, lamiéndose la sangre de los dedos y sin sentir su sabor, algo que le irritaba profundamente.

Había buscado el modo de salir de allí, preguntado a cualquier bruja que se topara en su camino, recorriendo los límites de aquel fantasmagórico y frío lugar. Sin éxito. Mas no iba a desistir, así que dio un paso al frente, notando entonces un tremendo peso sobre él. Trató de resistirse, pero fue incapaz. Una de sus rodillas se clavó en el suelo, y después la otra. Sentía como si una fuerza invisible lo atrapara y era incapaz de respirar mientras luchaba por no ser arrastrado por ella. Un grito de rabia resonó en su garganta y, entonces, nada.

Simplemente vacío y oscuridad.